Convivir con personas con alguna discapacidad debería ser fácil y natural. Pero, por algo sigue siendo tema de conversación. No nos educan en la inclusión y hay quienes no son capaces si quiera de dirigirse a la persona en cuestión. La diferencia, lo extraño, causa cierto temor por falta de información.
Hablar de discapacidad es hablar de causas, consecuencias, tratamientos y en ocasiones nos olvidamos de lo principal: la interacción desde su inicio. Se llega a invisibilizar a las personas ciegas, en silla de ruedas, con bastón, o un comportamiento diferente cuando las encontramos en la calle o alguien nos presenta. Y entonces se hace como si no existiesen y se pasa de largo; o la plática se dirige hacia la otra persona, la que sí nos ve, la que sí escucha.
Para nombrar a una persona con discapacidad se ha pasado por diferentes términos, de acuerdo a la época de estudio. Lo más importante es dejar de lado términos peyorativos, como inválido, minusválido, angelito o pobrecito. Son despreciativos y por supuesto, ofensivos.
Lo que se debe tomar en cuenta es que son personas con cualidades y defectos. Tampoco se puede negar la existencia de una discapacidad, que es cuando una de las capacidades humanas (sensorial, física, mental o intelectual) no se desarrolló o no se tiene. Por lo tanto, el término considerado para su uso en la actualidad no es persona discapacitada, sino persona con discapacidad. Maritza Rodríguez, psicóloga y directora general del Centro de Atención a la Diversidad Funcional y Neurodiversidad, señala que aunque este término es correcto, ahora se introduce y se lucha por usar el término de persona con diversidad funcional.
En cuestión de interacción, siempre dirigirnos a la persona, no a un tercero. Hacerla partícipe en la plática, en las actividades. Si no conocemos sobre la discapacidad que tiene, preguntarle directamente a esa persona cómo es mejor actuar, solamente ella o él sabrá guiarnos.
Si se trata de alguien que se encuentra en la calle y claramente necesita ayuda tenemos dos opciones: Nos acercamos y sin tocar a la persona nos presentamos y ofrecemos ayuda, pidiendo que nos dé indicaciones sobre qué hacer. O, en caso de no tener la capacidad para apoyar, ya sea por fuerza, habilidades, tiempo o cualquier otro motivo, pedir ayuda de alguien más. Pero nunca dejar pasar la situación.
Un secreto muy valioso: Toda persona posee un nombre. Imagina que te conocieran por tus habilidades, una situación particular o por tu físico:
-Mira, te presento a la que reprobó física.
-Ella es a la que le salen bien los postres.
-Y él es el que tiene dientes chuecos.
-Ella es la de la ropa extraña.
-Él es el que estudió una carrera que no le gusta.
-Y ella la que no consiguió el trabajo que quería.
Probables verdades y tal vez evidentes, pero nuestro nombre es esa bella forma de identificarnos, de defender nuestra individualidad y poder diferenciarnos. Si conoces el nombre de la persona a la que te diriges, haz a un lado las etiquetas y simplifica tu vida: llámala así, conócela.
PAMELA CORONADO
ILUSTRADORA Y COMUNICADORA VISUAL