¡Qué lindos aretes!

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A los 7 años estaba en primero de primaria, en una escuela que me encantaba. Era grande, dividida en la sección de los niños chicos y la de los niños grandes. Esta división se hacía por un pasillo entre edificios, pero era más evidente para los alumnos a la hora del recreo: el patio. Había dos en la escuela: uno era pequeño, para los alumnos de kínder y primaria y el otro era muy muy grande, para los alumnos de secundaria y preparatoria. 

Llegué ahí para entrar a kínder 2 y ahora estaba ansiosa por iniciar la primaria; creo que una noche antes no pude dormir por la emoción de saber que ya solo me faltaban seis años para poder usar el patio de los grandes. 

Un dato curioso de Pam: tuve perforación para aretes en las orejas hasta los 28 años. Tal vez por eso de pequeña me llamaban tanto la atención los aretes de mis compañeras. Estrellitas, perritos, Minnie, aritos, cuentas de colores que adornaban sus orejas; pero siempre que le decía a mis papás que yo también quería tener hoyitos su respuesta era: «No eres salvavidas». 

Realicé mis respectivas investigaciones sobre cómo mis compañeras habían obtenido su perforación y casi todas me dijeron que se las hicieron al nacer. Llegaba a casa a reclamar por qué no me habían hecho lo mismo y papá me explicaba que consideraba muy salvaje perforar la oreja de un bebé y que si yo quería me las podría perforar hasta ser mayor de edad. Adopté su postura en ese aspecto, creo que hay algo de razón. 

Mamá creía lo mismo que papá respecto a perforar a un bebé, pero ella buscaba alternativas a mi constante petición de tener aretes y me compraba unos que vendían en el parque y eran adheribles. Eran de colores y de diferentes figuras. Lograban llamar mi atención, pero apenas pasaban 15 minutos de habérmelos puesto cuando ya había perdido alguno. Intentó con aretes de imán, pero lastimaban mucho mi oreja y también se caían fácilmente.

Así mis ilusiones por usar aretes se veían cada vez más apagadas hasta que ingresó una nueva compañera con los aretes más bonitos y perfectos, pues no necesitaba perforación para usarlos. Eran diferentes, no eran de oro ni de otro metal, más bien de plástico y se ajustaban alrededor de la oreja, combinaban con todo porque eran color «carnita». Creo que pasé todas las clases admirando los aretes de mi compañera más que poniendo atención a la maestra. 

Salí entusiasmadísima a contarle a mi mamá sobre esos fabulosos aretes, jurándole que no necesitaba perforaciones para usarlos. Ella me dijo que luego se los enseñara. No se mostró tan contenta como yo, supongo que pensaba que era otro intento para persuadirla. Necesitaba que me creyera, así que insistí e insistí e insistí hasta convencerla de preguntarle a la maestra por los aretes de mi compañera. 

Al otro día en la hora de la salida, apenas vi a mamá, en lugar de saludarla le pedí que hablara con la maestra. Un poquito apenada, se acercó y le dijo: «Miss, Pam me insiste en saber dónde conseguir unos aretes como los de su compañera, pero no sé ni de quién me habla. Por lo que me dice acaba de entrar, y tiene unos aretes que me describe y no le entiendo bien, ¿me puede ayudar con esto, por favor?» Acto seguido, la maestra sonrojada, me preguntó si hablaba de Jessy y le dije que sí. Tomó a mi mamá del brazo y la llevó a conocerla. 

Mamá salió rojísima pero al mismo tiempo viéndome con ternura y escondiendo una pequeña sonrisa. Me dijo que me despidiera de la maestra y que en casa me enseñaría algunas cosas. Yo feliz, porque pensaba que había alcanzado mi objetivo. 

Llegando a casa me mostró y explicó muchas cosas sobre la sordera y los aparatos auxiliares para la audición.  Yo, sabiendo que estaría sin aretes por mucho tiempo; pero aún pensando que esos que usaba Jessy eran muy lindos.

PAMELA CORONADO

ILUSTRADORA Y COMUNICADORA VISUAL

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